LAS REGLAS PARA LA DIRECCION DEL ESPIRITU DEL QUE DESEA HALLAR LA VERDAD:
1.-Sólo aceptar lo que aparece como evidencia “clara y distinta”.
2.-Dividir el problema para su ordenación.
3.-Ir de lo más simple a lo más complicado.
4.-Preocuparse de no hacer omisiones.
El método consiste en no recibir como cierta ninguna cosa sin conocer evidentemente que lo era, o lo que es lo mismo, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y comprender únicamente en nuestros juicios lo que se presente a nuestro espíritu tan clara y distintamente que no tuviera motivo alguno para ponerlo en duda.
El segundo, en dividir cada una de las dificultades para examinarlas en tantas partes como fuera posible y necesario para resolverlas mejor.
El tercero, en dirigir ordenadamente nuestros pensamientos, comenzando por los objetos más sencillos y fáciles de conocer, para subir poco a poco, como por grados, hasta el conocimiento de los más compuestos, suponiendo siempre un orden, aun entre aquéllos que no se preceden naturalmente unos a otros.
Y el último, en hacer en todo enumeraciones tan completas y revistas tan generales, para estar seguros de no omitir nada.
COMENTARIO:
La primera de estas reglas es la plena confirmación del sentido racionalista y crítico del método cartesiano, reivindica la autonomía soberana de la propia razón.; la segunda, dividir en partes nuestra evidencia “clara y distinta” indica la necesidad de seguir el método analítico; la tercera, estudiar de lo simple a lo compuesto, preceptúa el uso del método sintético y, la cuarta, se reduce a emplear la vida en el cultivo de la razón y en busca de la verdad.
R:.H:.Faustino Beraún Barrantes
V:.M:.
R:.L.S:. Inca Garcilaso de la Vega Nro.177
APORTES:
RR.: y QQ.: HH.:
Han circulado, en este recinto cibernético, correos de dos honorables hermanos, quienes esgrimiendo sus estiletes de la inteligencia han encarado dos temas, que de suyo se concatenan y que es de sumo provecho que nos sumerjamos en su análisis y estudio; pero antes, es preciso evocar una obra clásica que el R.:H.: Faustino Beraún nos lo ha traído a colación: “El discurso del método”, exposición filosófica que se publicó el año 1637 en Leiden, por René Descartes. Este príncipe del pensamiento, nos posibilitará, a través de sus lúcidas proposiciones, comprender que la verdad no es absoluta y que la falsedad y la mentira existen, no obstante que el Q.:H.: Alberto Caballero declare, con fineza argumentativa, la tesis contraria.
René Descartes es la figura decisiva del paso de una época a otra. Representa la generación que marca el tránsito del mundo medieval al espíritu moderno en su madurez que era la suya.
La época en la que vivió Descartes se practicaba lo que hoy llamaríamos ciencias ocultas, como eran la alquimia y la astrología, las cuales estaban guiadas por las ideas de la magia acerca del universo y el hermetismo. Un elemento clave de este tipo de pensamiento era la utilización de un lenguaje ambiguo y metafórico, y la idea de que el conocimiento no era algo que debía comunicarse a todo el mundo, entre otras cosas, porque no todo el mundo podía llegar a adquirirlo, ya que se requerían unas determinadas capacidades y una iniciación reservada sólo para unos pocos.
Descartes se propone claramente, mediante la publicación del Discurso, a desbaratar tamaña falsedad, socializando el conocimiento, y ha traer nuevas ideas sobre lo que era la ciencia que debía, definitivamente, reemplazar a la magia, conjuntamente con la ciencia aristotélica, que eran las artes que predominaban en los ambientes académicos de aquel entonces. No soslayemos el hecho histórico que cuando Descartes oyó que habían condenado a Galileo, por enseñar el sistema copernicano, tal como él lo venía haciendo, inmediatamente hizo que no se publicara su “Discurso del método” que lo trabajó en Holanda; uno de los poquísimos países donde pudo encontrar libertad de acción. Era la época donde no se podía refutar ningún dogma o apotegma de la Iglesia que compartía el poder temporal.
Descartes inicia el Discurso del método con una celebrada frase: “El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo”. Con ella afirma que la facultad de juzgar bien y de distinguir lo verdadero de lo falso es esencialmente igual en todos los seres humanos. Por lo que cualquier persona será capaz de seguir los razonamientos que este autor va a exponer en sus prolíficas obras que constituyen el cimiento en el que va a reposar todo el pensamiento moderno.
Descartes se encuentra en una profunda inseguridad. Nada le parece merecer confianza. Todo el pasado filosófico se contradice; las opiniones más opuestas han sido mal sostenidas. De esta pluralidad nace el escepticismo (el llamado pirronismo histórico). Los sentidos nos engañan con frecuencia. Hay además, el sueño y la alucinación. El pensamiento no merece confianza porque se cometen paralogismos y se cae con frecuencia en el error. Las únicas ciencias que parecen seguras, la matemática y la lógica, no son ciencias reales, no sirven para conocer la realidad. ¿Qué hacer en esta situación? Descartes quiere construir una filosofía totalmente cierta, de la que no se pueda dudar; y se va a encontrar, entonces, sumergido hasta lo más hondo en la duda. Y ésta ha de ser, justamente, el fundamento en la que se va a apoyar. Descartes parte, al empezar a filosofar, de lo único que tiene: de su propia duda, de su radical incertidumbre. Hay que poner en duda todas las cosas, siquiera una vez en la vida. No ha de admitir ni una sola verdad de la que se pueda dudar. Por eso hace Descartes de la Duda el método mismo de su filosofía.
Desde los primeros pasos, Descartes tiene que renunciar al mundo. La naturaleza, que tan gozosamente se mostraba por los sentidos al hombre renacentista, es algo totalmente inseguro. La alucinación, el engaño de los sentidos, nuestros errores, hacen que no sea posible hallar la menor seguridad en el mundo. Descartes se dispone a pensar que todo es falso; pero se encuentra con que hay una cosa que no puede serlo: SU EXISTENCIA.
Téngase presente que ha rechazado la presunta evidencia de los sentidos, la seguridad del pensamiento y, desde luego, el saber tradicional recibido. El primer intento de Descartes es quedarse totalmente solo; es, en efecto, la situación en que se encuentra el hombre al final de la Edad Media. Desde esa soledad tendrá que intentar Descartes reconstruir la certeza, una certidumbre al abrigo de la duda. Y busca, en primer término, no errar. Comienza la filosofía de la precaución. Y como bien conocemos, surgirán las tres grandes cuestiones de la filosofía medioeval – y tal vez de toda la filosofía -: el mundo, el hombre y Dios.
Respecto a la teología, o sea sobre Dios, Descartes empieza por afirmar la situación de desvío que ha encontrado en su tiempo. De eso nos dice: “Profesaba una gran reverencia por nuestra teología y, como cualquier otro, pretendía yo ganar el cielo. Pero habiendo aprendido, como cosa muy cierta, que el camino de la salvación está tan abierto para los ignorantes como para los doctos y que las verdades reveladas, que allá conducen, están muy por encima de nuestra inteligencia, nunca me hubiera atrevido a someterlas a la flaqueza de mis razonamientos, pensando que, para acometer la empresa de examinarlas y salir con bien de ella, era preciso alguna extraordinaria ayuda del cielo, y ser, por tanto, algo más que hombre”. (Discurso del método, 1era. Parte). (Descartes separa aquí radicalmente el dominio de la teología, donde las verdades son reveladas, del dominio de la filosofía, donde las verdades son accesibles a la razón)
Sobre el asunto de la revelación, Descartes sostiene que Dios está por encima de la inteligencia humana. La razón no puede nada con el gran tema de Dios; sería menester ser más que hombre. Es, claramente, cuestión de jurisdicción. El hombre, con su razón, por un lado; del otro, Dios, omnipotente, inaccesible, sobre toda razón, por alguna vez se digna revelarse al hombre. La teología no la hace el hombre, sino Dios: El hombre no tiene nada que hacer ahí: Dios está demasiado alto.
Dios había quedado fuera por quedar fuera de la razón; esto era lo decisivo. No puede extrañarse que se encuentre en la razón el único punto firme en que apoyarse. Esto no es nuevo; lo que ahora ocurre es que la razón es asunto humano; por eso la filosofía de Descartes no es simplemente racionalismo, sino también idealismo.
Se va a tratar de fundar en el hombre, mejor dicho, en el yo, toda metafísica. La historia de este intento es la historia de la filosofía moderna. O sea Dios es desplazado en el quehacer humano y la persona, con su subjetivismo, es la que ocupa un lugar protagónico y prevalente. Vale decir, en los problemas existenciales Dios no interviene. Somos nosotros, los únicos llamados a resolverlos. Es nuestra razón, la única que va a emprender el camino hacia la verdad y ésta no va a descender de los cielos como se creía ingenuamente en el Medioevo; o que sea Dios el que se encargue de prodigar de medallas para el hermano que necesita de asistencia. Falso pensamiento. Sólo atendible y explicable en ese entramado oscurantista.
Pero atentos, no por ello Descartes se va a mostrar incrédulo ante Dios. Todo lo contrario. Él es uno de los pocos filósofos modernos que se va a encargar de demostrar la existencia de Dios.
Descartes prueba, en efecto, la existencia de Dios. Y lo va a demostrar de varias maneras, con argumentos de muy distinto alcance. Por una parte, dice Descartes, yo encuentro en mi mente la idea de Dios, es decir, de un ente infinito, perfectísimo, omnipotente, que lo sabe todo etc. Ahora bien, esta idea no puede proceder de la nada, ni tampoco de mí mismo, que soy finito, imperfecto, débil, lleno de dudas e ignorancia, porque entonces el efecto sería superior a la causa, y esto es imposible. La idea de Dios, por consiguiente, tiene que haber sido puesta en mí por algún ente superior, que alcance la perfección de esa idea; es decir, por Dios mismo, con lo cual se prueba su existencia. La otra demostración dice: yo tengo la idea de un ente perfectísimo que es Dios, ahora bien, la existencia es una perfección, y la encuentro incluida esencialmente en la idea de ese ente. Es pues necesario que Dios exista.
Las dos pruebas cartesianas, cuya relación es íntima, tienen un elemento común: yo tengo la idea de un ente perfecto, luego existe. Lo distinto de ellas es la razón por la cual la idea prueba la existencia. En la primera se afirma que sólo Dios puede poner su idea en mí; en la segunda se muestra que esa idea de Dios que yo poseo implica su existencia. Las dos pruebas, por tanto, se requieren y apoyan recíprocamente.
En lo que atañe a la otra categoría, es decir el hombre, Descartes sostiene que todos los seres humanos poseen la razón por igual, es decir la facultad por la que juzga bien y pueden distinguir lo verdadero de lo falso. Sin embargo, esa facultad – acusa él – puede, eventualmente, no usarse correctamente por distintas causas como son la precipitación, la intromisión de ideas pre-concebidas etc. Y el espíritu significa pensamiento o yo consciente; por lo que no podrían existir cosas verdaderas sino sólo proposiciones verdaderas.
A lo largo de la historia de la filosofía se han dado al menos tres tipos de definiciones para el concepto de verdad: ontológica, formal y pragmática. La ontológica plantea que una proposición es verdadera cuando lo que afirma corresponde a lo que ocurre en la realidad (es la correspondencia entre el conocimiento y el objeto). La formal, cuando es demostrable o deducible sin contradicción, y pragmática, cuando lo que afirma es útil o produce acciones exitosas (la voluntad de poder nietzscheano).
Gracias a la motivación de los correos ilustrísimos que nos hicieron llegar tan dilectos hermanos, hemos querido ofrecer fragmentos de la obra de este héroe del pensamiento, al decir de Hegel, y modestamente ser una brújula que ayude al lector medio, a orientarse y adivinar su destino, mejor pronto que tarde, en el vasto enjambre de constelaciones que alumbran el zodiaco de nuestra cultura moderna. Un TAF. Jorge Godenzi Alegre.