A todos mis RR:.y QQ:.HH:. y en especial a los que pertenecen a la R:.L:.S:. Inca Garcilaso de la Vega N° 177, os envío un cuento-Homenaje con motivo de la celebración de vuestro 2° aniversario del Lev:. de Col:.
Esperando que lo disfruteis, os auguro muchos éxitos en vuestra Tenida Solemne a realizarse el sábado 23 de Abril de 2011 e:.v:. en el Vall:. del Cusco.
A:.M:. Manuel David Arce Martino
R:.L:.S:. Paz, Armonía y Libertad N° 172
Soy Inca, y lo digo a boca llena
Si lees en los libros, revistas y periódicos, encontrarás que yo ya estoy muerto. No les creas. Tal vez te dirán: mira aquí, muy claro dice que nació un 12 de abril de 1539, una clara mañana de otoño, en el ombligo del mundo, entre olores de eucaliptos, arrayanes y de tierra recién mojada por la lluvia. Y eso sí es verdad, porque en los libros de registro encontrarás a un tal Gómez Suárez de Figueroa, y ese fui yo, con otro nombre en el mismo tiempo, casi en el mismo tiempo en que trocósenos el reinar en vasallaje. Mi madre, la hermosa ñusta Palla Chimpu Ocllo, bautizada en las leyes de Cristo como Isabel, nieta por rama natural del Inca Túpac Yupanqui y sobrina del Inca Huayna Cápac, me enseñó todas las cosas que debe conocer aquel que, como tú, ha nacido en los majestuosos Andes peruanos.
De niño me llevaba ya en su regazo, ya en su espalda, a la usanza de nuestros antepasados, me enseñaba el nombre de los animales, de las plantas y el valor de nuestra tierra. Mientras yo me paseaba y me subía por entre las grandes piedras de la fortaleza de Sacsayhuamán, ella, con su voz melodiosa, me cantaba y contaba la historia de nuestros antepasados, como yo te la estoy contando a ti. Me decía, como te lo digo yo, que es mentira que no teníamos escritura. En verdad no usábamos papel ni tinta, pero todo quedaba grabado, a fuego sagrado, como cuando marcan a las bestias. Así quedaban impresos los olores, los cultos, las tradiciones y los conocimientos, en nuestros cerebros y en nuestros corazones. Algunas veces, como quien anota algo importante, para ayudarnos a recordar, utilizábamos los quipus.
Muchas veces recibíamos visitas de nuestra familia imperial, y yo hasta ahora recuerdo claramente todo lo que escuchaba. Los ancianos, siempre dando gracias a taita Sol, taita Dios, entrecerraban los ojos y contaban desde el principio de todas las cosas por estos lares, desde que nuestros primeros padres salieron de las aguas del lago Titicaca y caminaron y caminaron, llevando sus mazorcas de maíz, tanteando el terreno fértil con una barreta de oro, hasta que llegaron al pueblo donde nací y vieron que la tierra era buena porque apenas picaron, la barreta de oro se hundió en las faldas del cerro Huanacaure. Esa fue la señal de nuestro padre Sol del inicio de un gran imperio. Y, como eran hijos del Sol, reunieron a la gente que, dispersa y sin orden, caminaba por esos lares y les enseñaron todo lo que ellos sabían. Lo primero que hicieron fue una fiesta en honor a nuestro padre Sol, bailando y bebiendo chicha, dándole tambié de beber a la Pachamama, nuestra madre tierra.
Aprendí con paciencia a jugar con la arcilla para modelar los keros y otras vasijas de cerámica, pintarlos con los colores del Imperio y hornearlos a fuego lento, como estas palabras que te estoy diciendo. Aprendí todas las cosas a su debido tiempo: el arte de los nudos, de las celebraciones a los apus, los modelos a escala reducida de su arquitectura sobria. Y lo más importante, el arte de conversar con los metales, porque con ellos no se lucha, se conversa, se les habla quedo y con cariño. Del oro te diré una gran verdad: es el metal de nuestro padre el Sol. Los ancianos me dijeron, como te lo diré a ti, el lugar exacto donde escondieron el oro que pidieron los españoles para el rescate de Atahualpa, cuando se enteraron del engaño y de que ya habían ejecutado a uno de nuestros últimos incas, porque el último vino del Cusco, hijo de nuestro padre Sol, que permaneció en el anonimato y en las oscuridades de los túneles del Camino Inca, por ser albino. Todo lo tenía guardado en mi corazón, hasta hoy que se me ha dado por hablar de nuevo, mirándote a los ojos, escarbando en las letras de fuego de tu corazón, con la certeza de que el vasallaje no durará para siempre, y que tarde o temprano volveremos a ser el imperio grande y hermoso que una vez fuimos.
También encontrarás, si eres un acucioso lector, que mi padre fue conquistador de noble linaje de Castilla, don Sebastián Garcilaso de la Vega Vargas, que me enseñó a querer a mi madre, a mis costumbres, las tradiciones de mis ancestros y, además de darme su amor, me educó en la escritura de su lejana tierra y en la religión que profesamos y de la cual me confieso creyente.
Le agradezco la instrucción recibida, pero no todo fue como él lo hubiera querido: las leyes imperantes en esos tiempos, que de alguna forma persisten ahora que te estoy hablando, en el fondo son lo mismo. Apenas a mis veintiún años, huérfano de padre, con las pocas cosas que mi madre me pudo dar, viajé a España, conocí el mar y el miedo al mar. Y el terrible ocio de ver entre cada bamboleo, agua y más agua, agonizando en la espera de ver un pedacito de tierra. Entonces me sentí entre dos razas, como si no perteneciera a ninguna. Ahora sé que solo es una ilusión y que todos somos habitantes de una sola tierra, sin distingos. Todavía recuerdo que a los hijos de español y de india, o de indio y española, nos llamaban mestizos, por decir que somos mezclados de ambas naciones; esto fue impuesto por los primeros españoles que tuvieron hijos en Indias; y por ser nombre impuesto por nuestros padres y por su significación, me lo llamo yo a boca llena y me honro con él. Aunque en Indias si a uno de ellos le dicen eres un mestizo, lo toma por menosprecio, podrá ser a cualquiera, menos a mí.
Reclamé ante el Consejo de Indias lo que legalmente me pertenecía, pero sin resultados, y agradezco eternamente la ayuda de mi tío, el capitán Alonso de Vargas, que supo acogerme y ayudarme a terminar con mi instrucción, al punto de ser perfectamente bilingüe. Por su consejo decidí ingresar a la milicia al servicio del Rey, y a los treinta y un años conseguí el grado de capitán en un combate en la guerra de las Alpujarras contra los moriscos en 1570, el mismo año en que falleció mi tío mentor, dejándome parte de su herencia, que llegué a disfrutar quince años después. Vanos fueron mis intentos por regresar al Cusco pues siempre sucedían algunas cosas que me lo impedían.
En 1591, ya me fue imposible regresar a América. Decidí radicar en Córdoba y volver a vivir a través de mis recuerdos. Y, para que no se perdiera nada de lo acontecido, me dediqué a hacer nuevos nudos, a escribir y publicar. En 1596 redacté un documento autobiográfico: La relación de la descendencia de Garci-Pérez de Vargas (Lisboa, 1605), La conquista de la Florida (1605), Comentarios reales de los Incas (Lisboa, 1609), Conquista del Perú (1613).
Cuando estaba trabajando en el libro Historia general del Perú, los libros dicen que fallecí el 23 de abril de 1616. Pero, como te dije al comienzo, no les creas; aún persisto y vivo para siempre, como fuego sagrado grabado en tu mente y latiendo a cada instante en tu corazón, el único lugar donde queda El Dorado.